A veces, cuando llueve, la ciudad se va.
Se despereza estirando las plazas empedradas.
Agita las copas de los árboles
y las aceras se cubren de hojas cansadas.
Las ventanas se abren para mirar:
Unas de par en par, expectantes,
otras entornadas, adormecidas.
Los charcos se deslizan entre las grietas de los adoquines y avanzan hacia abajo,
buscando la tierra más profunda, el punto de apoyo donde se asientan los cimientos.
Entonces las calles se tensan, las esquinas se desdoblan, bostezan los parques,
y la ciudad se levanta.
Agita las copas de los árboles
y las aceras se cubren de hojas cansadas.
Las ventanas se abren para mirar:
Unas de par en par, expectantes,
otras entornadas, adormecidas.
Los charcos se deslizan entre las grietas de los adoquines y avanzan hacia abajo,
buscando la tierra más profunda, el punto de apoyo donde se asientan los cimientos.
Entonces las calles se tensan, las esquinas se desdoblan, bostezan los parques,
y la ciudad se levanta.
Su andar es joven como su historia. Va sin destino. Un lugar caminando hacia ningún lugar.
Se detiene junto a otra ciudad más vieja. Sus fachadas están llenas de hollín, sus bibliotecas de libros gastados, recuerdos de tiempos perdidos por errores que no quiere repetir.
La vieja ciudad le cuenta historias, comparte todo lo que ha aprendido mientras ella escucha y aprende. Después sigue su camino.
Pronto deja atrás las últimas aldeas y se extraña al sentirse tan cómoda rodeada de bosques. Los robles inmensos la miran con curiosidad y doblan las ramas para intercambiar con ella semillas y pájaros. La ciudad ríe. Abre sus túneles y deja que la brisa corretee a sus anchas. Por un día, quiere oler a hierba y a madera.
Sigue caminando. Las montañas resuenan con el eco de su andar.
De la nada surgen máquinas gigantes que se apelotonan a su vera: camiones rebosantes de carga, aviones y tanques que le hablan de prosperidad, riqueza, de una paz que solo se alcanza tras una guerra interminable.
Recuerda las historias de la vieja ciudad, cierra sus puertas para no escuchar y sigue caminando.
Se detiene junto a otra ciudad más vieja. Sus fachadas están llenas de hollín, sus bibliotecas de libros gastados, recuerdos de tiempos perdidos por errores que no quiere repetir.
La vieja ciudad le cuenta historias, comparte todo lo que ha aprendido mientras ella escucha y aprende. Después sigue su camino.
Pronto deja atrás las últimas aldeas y se extraña al sentirse tan cómoda rodeada de bosques. Los robles inmensos la miran con curiosidad y doblan las ramas para intercambiar con ella semillas y pájaros. La ciudad ríe. Abre sus túneles y deja que la brisa corretee a sus anchas. Por un día, quiere oler a hierba y a madera.
Sigue caminando. Las montañas resuenan con el eco de su andar.
De la nada surgen máquinas gigantes que se apelotonan a su vera: camiones rebosantes de carga, aviones y tanques que le hablan de prosperidad, riqueza, de una paz que solo se alcanza tras una guerra interminable.
Recuerda las historias de la vieja ciudad, cierra sus puertas para no escuchar y sigue caminando.
La senda termina bajo sus pies. Un mar en calma la invita a sentarse en la orilla donde rompen las olas indecisas.
Ella las mira jugar, preguntándose si quizás, debajo, duermen ciudades de sal.
De pronto, llega la noche reptando por la arena, toca los pies de la ciudad y se introduce a tientas por sus calles dejando tras de sí una estela de farolas encendidas. A lo lejos se encienden otras ciudades. El aire y la distancia las hace tiritar. La luna menguante contempla como la tierra se pinta de galaxias amarillas.
Las ciudades sueñan. Sus sueños son de humo y se evaporan con la brisa, o se posan como escarcha en las estatuas de las plazas. Algunos se enredan en el pelaje de los gatos nocturnos y viajan de callejón en callejón en busca de una buhardilla en la que aguardar, pacientes, a ser soñados.
El alba irrumpe juntando aurora y madrugada. Las luces se apagan. La ciudad sacude la noche de sus hombros y desanda el camino de regreso.
Su colina espera. La ciudad se asienta en su regazo y los ladrillos se recolocan con un suave bostezo.
Letreros, señales, buzones, sonríen a la mañana y las aceras se retraen al abrigo de los portales. Sus habitante invaden el fresco del amanecer. Ríen, callan, miran, besan, colorean el aire de historias. El repicar de sus pasos, lluvia de granizo, crece hasta convertirse en el retumbar de un mismo latido.
Un solo latido.
Todavía queda sal en los bordes de las aceras.
Y las farolas duermen, soñando que fueron estrellas.
Texto: Arturo Abad
Ilustración: Patricia Gutiérrez
Ella las mira jugar, preguntándose si quizás, debajo, duermen ciudades de sal.
De pronto, llega la noche reptando por la arena, toca los pies de la ciudad y se introduce a tientas por sus calles dejando tras de sí una estela de farolas encendidas. A lo lejos se encienden otras ciudades. El aire y la distancia las hace tiritar. La luna menguante contempla como la tierra se pinta de galaxias amarillas.
Las ciudades sueñan. Sus sueños son de humo y se evaporan con la brisa, o se posan como escarcha en las estatuas de las plazas. Algunos se enredan en el pelaje de los gatos nocturnos y viajan de callejón en callejón en busca de una buhardilla en la que aguardar, pacientes, a ser soñados.
El alba irrumpe juntando aurora y madrugada. Las luces se apagan. La ciudad sacude la noche de sus hombros y desanda el camino de regreso.
Su colina espera. La ciudad se asienta en su regazo y los ladrillos se recolocan con un suave bostezo.
Letreros, señales, buzones, sonríen a la mañana y las aceras se retraen al abrigo de los portales. Sus habitante invaden el fresco del amanecer. Ríen, callan, miran, besan, colorean el aire de historias. El repicar de sus pasos, lluvia de granizo, crece hasta convertirse en el retumbar de un mismo latido.
Un solo latido.
Todavía queda sal en los bordes de las aceras.
Y las farolas duermen, soñando que fueron estrellas.
Texto: Arturo Abad
Ilustración: Patricia Gutiérrez